Comparto aquí con vosotros la reseña que mi amigo y colega Ángel Vahí ha tenido a bien regalarnos. Agradezco mucho el esfuerzo de Ángel, sé que ha vencido su natural propensión a la discreción y al trabajo callado.
Es un honor que mi obra Las mujeres imposibles tenga lectores como Ángel. Su reseña, sus comentarios, su lectura, en definitiva, es para mí especialmente significativa y entrañable.
En mi opinión, Ángel realiza una lectura profunda y detenida que aspira ante todo a ser una invitación a que cada uno de vosotros realicéis vuestra propia lectura. Gracias a todos y muy especialmente a Ángel Vahí, amigo al que siempre he admirado por su lúcida mirada crítica.
UNA LECTURA DE LAS MUJERES IMPOSIBLES
Por Ángel Vahí
Conocí a Cayetano Santana en la facultad de Filosofía, donde ambos estudiábamos. De esto hace ya tantas décadas como para ser coetáneos de Mario Tunoye, el narrador y protagonista de su novela Las mujeres imposibles, además de habernos cocido en la misma marmita metafísica y existencial que él.
Bromas aparte, antepongo esta confesión para conjurar los ataques que se me puedan dirigir de parcialidad. Sencillamente, me es imposible no ser parcial con casi cuarenta años a la espalda de trato que, si bien no ha sido continuo ni uniforme en su intensidad, se ha estrechado en los últimos tiempos por compartir profesión y aficiones. No puedo, pues, ocultar mis simpatías hacia él. Ahora, lector, si no quieres perder el tiempo con mis juicios subjetivos, abre la novela y ponte a leerla. Es el tuyo, tu juicio, el que importa. Pero si sigues adelante con esta torpe reseña, te advierto: con Cayetano no valen las lecturas rápidas, a salto de mata o con la mente más puesta en el chiringuito de la playa que en las tribulaciones de su narrador-personaje. Las mujeres imposibles es una obra compleja, difícil. Conociendo algo, como digo, a su autor, ya me había imaginado que nunca se propuso escribir algo que no lo fuera, hacer literatura de consumo ligero, tan fácil de leer como de olvidar.
Soy, creo, un lector concienzudo, lo que para mí significa lento, reflexivo, que intenta ahondar en el sentido de lo que lee y deleitarse morosamente en la belleza de las frases, así que libros como el que comento me resultan doblemente satisfactorios: por su forma y su contenido, que dan pie a ese tipo de lectura, y por el reto que supone enfrentarse a ellos, del que se sale mucho más gratificado que de la literatura liviana al uso. El que mi primera lectura de la novela, a salto de mata (lo confieso: mea culpa, la impaciencia por leer la novela me jugó esa mala pasada el último mes del curso, más afanado en cerrar temarios, corregir exámenes y evaluar a mis alumnos, que bien dispuesto a leer con intensidad literatura de calidad), me convenciera de la necesidad de una segunda, más sosegada, y que esta segunda lectura haya multiplicado la riqueza de mis impresiones y el placer obtenido es, me parece a mí, un signo de su calidad, ya que no toda obra resiste dos lecturas (una vez deshecha tras la primera la intriga de su trama) ni puede presumir de proporcionar ulteriores perspectivas, diferentes a las apreciadas en el primer contacto.
Durante los días en que la leí se me pasaban por la cabeza montones de cosas que decirle a Cayetano, con el que me había comprometido a darle mi «veredicto». Pero es complicado seleccionar alguna que pueda ser de provecho. Tunoye siempre se adelanta y, ya sea a través de su propio monólogo, ya de sus peripecias, hace que expresar a su creador cualquier intuición o asociación pierda sentido, puesto que él ya parece haberla previsto. Y no como afirmaciones, sino, mucho más interesante, como cuestionamientos de cualquier planteamiento que uno se pueda hacer de la vida, del mundo, del sentido que pueda tener todo. Al mismo ritmo que Tunoye dice y se desdice, se ilusiona y cae en el abatimiento, formula, reformula y acaba tirando la toalla, busca, encuentra, se vuelve a perder, halla su buena suerte, de la que presume tener la receta, sólo para que el mundo se la arrebate o él mismo la malogre, se enfrenta a su enemigo Rastrillo con el único resultado de comprender que al primero que debe vencer es a sí mismo, se pregunta por el mapa cuya carencia le reprocha Andrea para enseguida volver a extraviarse en sus deseos, se enorgullece de su humana disposición a ayudar, a ser apoyo de otros en momentos difíciles (Elvira, Isabela), reafirmándose luego en su egoísmo… Al mismo ritmo que todo eso va sucediendo una página tras otra, el que lee queda atrapado, seducido y preso de ideas, sentimientos, vivencias, Pero con la posibilidad, que el mismo Tunoye ofrece al ser capaz de reírse de sí mismo, de distanciarse un tanto, de tratar de verlo todo desde el centro de la calle, el ángulo que permite una perspectiva ecuánime y ordenada, sin deformidades. Que, por supuesto, acaba siendo otra ilusión, otra falsa hazaña, y te obliga a volver a buscar, a perderte, etc. En este sentido la novela es poderosa porque hacer pensar y no conformarte.
Aunque Tunoye reniegue de las novelas-tesis, creo que la que narra y protagoniza tiene una especie de «moraleja», si se le puede llamar así (y en parte creo que sí, porque postula una forma de vida que, siendo aventurada, errática, peligrosa y, desde luego, sin sentido, es la única posible si uno no quiere claudicar, si quiere mantener en pie su propia condición humana). Es la paradoja del escepticismo, que al no creerse nada ya está proclamando que todo es increíble. Pero también (en su versión clásica, al menos) es el escepticismo que nuca renuncia a observar, a ironizar y a seguir matando falsos dragones o derrotando ilusorios gigantes. Muy sugerente, por cierto, la concomitancia (otra «incoherencia» de Tunoye, pero no hay que olvidar que la Academia platónica tuvo su fase escéptica) entre el descreimiento, hasta el cinismo, y el idealismo. Yo lo aprecio cuando pongo uno al lado del otro dos momentos que me parecen estupendos: la escena de los maniquíes y la huida por las azoteas.
Aunque (y puede que ése sea en parte un motivo por el que Las mujeres imposibles me resulta cercano) el retrato generacional está servido (aliñado con otros detalles: el escenario, ese «Puentes de la Isla» tras el que se oculta una Sevilla apenas camuflada por la idealización que de ella hace Tunoye, la filosofía, algunos personajes que pueden tomarse como familiares arquetipos urbanos, los ritos y las costumbres, ya sea en el Ateneo o en la casa del humo…), precisamente esos desconciertos que conducen y por los que se conduce Tunoye en sus peripecias creo que dan a la novela un franco carácter universal (al fin y al cabo, si bien pintados con los colores y los trazos del presente, sus extravíos y sus anhelos me parecen inseparables de la condición humana). Así que, mira, en eso si compagina bien la novela con alguna de las proclamas literarias de su protagonista en su permanente pleito con Rastrillo.
En fin, me propuse no caer en la simple recreación de la novela y creo que no lo estoy consiguiendo del todo. En vez de repetir lo que ya el autor ha dicho muy bien, me gustaría mejor decir algo que pueda reportar algún beneficio al autor y a sus lectores, serles significativo y de valor para sus actividades literarias creativas o recreativas, gozosas o lacerantes, presentes o futuras. Como en esto me muestro más bien socrático, amigo de la buena plática que ayuda al mutuo aprendizaje, le planteé a Cayetano que ante una cerveza o por estos medios que la virtualidad digital pone a nuestra disposición (preferible lo primero) prosiguiéramos el diálogo. Creo que no me precipito, lector, si te invito a él y aventuro que el intercambio, sea o no fructífero, será, por lo menos, agradable.
De momento, y sin otro ánimo que el de polemizar (de manera cordial, nada beligerante: en esto me alejo de una de las varias caras de Tunoye, no gusto mucho del estilo caballeresco, me dan grima los soldados y las hipótesis biologicistas sobre el poder y la fuerza, tanto en el sexo como en otros campos de la desconcertante vida humana, me parecen subterfugios para justificar, más que para explicar, nuestra conducta), ahí van dos consideraciones algo más críticas:
Aunque mi segunda lectura me ayudó a comprender el ajuste entre argumento y estilo, entre el contenido y los aspectos formales, la primera acabó con cierta desazón, porque el permanente soliloquio por el que se desenvuelve la novela se me hacía algo monocorde. Echaba de menos una verdadera interlocución con otros, pues me daba la impresión de que incluso los personajes con los que Tunoye entabla conversación no hablaban por ellos sino que, en cierto modo, decían lo que ya él tenía previsto y hasta con sus propias palabras. Es como si en su conciencia se fuera apropiando por completo de todo lo que le rodea sin dejar ni siquiera una migaja, de manera que la creación idealizada de Puentes de la Isla se hace extensiva a sus habitantes, o al menos a los que, como él mismo tiene a gala, selectivamente escoge. Incluso Rastrillo, en su antagonismo, parece por momentos una creación de la mente de Tunoye, ansiosa de encontrar un enemigo a su altura. Tengo igual sensación con sus mujeres, que quizás sean suyas porque son, en gran medida, su invención. Me da el pálpito de que la intención de Cayetano ha sido acentuar con ese recurso formal la atmósfera onírica que desprende la novela. La proximidad en el tiempo de mi lectura (hasta ahora inacabada) de Libro de los pasajes, de Walter Benjamin, me lleva, tal vez injustificadamente, a establecer paralelismos entre este singular rasgo de Las mujeres imposibles y los apuntes de Benjamin y las citas por él recopiladas acerca de la arquitectura, el urbanismo, la vida social, el arte y la poesía en el París del siglo XIX, que según él sumen la ciudad en un halo de ensueño con el que la mala conciencia burguesa trata de camuflarse bajo el glamour y el refinamiento. Bajo ese halo duerme un alma arcaica, mítica, que, al mismo tiempo y con esas arcillas atávicas, alberga y amasa el fetichismo capitalista de la mercancía y sueña el futuro. Puede ser sólo fruto de esa coincidencia en mis lecturas veraniegas, pero he visto paralelismos entre algunas consideraciones del Libro de los pasajes (por ejemplo, sobre Baudelaire, también mencionado en la novela) y las actitudes y vivencias de Tunoye. Los paseos azarosos e interminables, el demorarse en detalles arquitectónicos, muchas veces de carácter geométrico y cartesiano, las cenas y los vinos en restaurantes que imagino como santuarios de nuevos ritos, incluso la casualidad con la que se producen algunos de los encuentros más relevantes, que hace sospechar la intervención de una fuerza subterránea que los produce, pero que tal vez no esté alejada de los propios deseos del personaje… Todo eso, a mi modo de ver, refuerzan la sensación de sueño e irrealidad, inquietante a ratos y, a ratos, un poco tediosa. Por eso digo lo de la interlocución, la irrupción de un otro que sacuda a Tunoye como Sancho intentaba, aunque con escaso éxito, despertar a don Quijote de sus delirios.
La otra consideración, relacionada con la anterior, tiene dos caras: por un lado la presencia en la novela del dolor, que está presente en ella, desde luego: el que produce la muerte o el pensamiento sobre la muerte, en el caso de Elvira; el de Isabela por el implícito trauma que produjo en su infancia algún infausto abuso; el que tuvo que superar Andrea a lo largo de su vida para llegar a ser la mujer complacida con el mundo que es; y el que ella misma ayuda a mitigar en la institución benéfica a la que asiste como voluntaria; el que el propio Tunoye experimenta por su impotencia para alcanzar/soportar sus ideales; el que produce el laberinto del que toma conciencia pero para el que no halla la salida, quizás porque no hay salida, aunque él no deja de buscar su redención; el que acaso se pueda imaginar es sus mujeres cuando son abandonadas… Sí, el dolor está presente. Está presente, aunque quizás fuera de foco.
Vuelvo a lo mismo: seguramente es un tema ajeno a la intención de Cayetano y, claro, el dolor duele ¿quién va a querer escribirlo, si eso se traduce en malestar, en incomodidad? Con todo, y relacionado con la segunda cara de esta consideración, veo en él un terreno literariamente fecundo que en los tiempos que corren parece un poco dejado de lado. En el contexto de Las mujeres imposibles, quizás el dolor, acaso como el sufrimiento del héroe o como el que trata de paliar en los otros, podría haber sido un derrotero interesante (no me haga caso el lector de la novela: hecha y bien hecha está).
La otra cara es la acción, que, a diferencia del dolor, me parece ausente, por más que el protagonista se empeñe en verse pertrechado de las mejores armas y sueñe con grandes lides que confirmen y aumenten su gloria (sueños de los que suele despertar con amargo sabor de boca). Es verdad que él ha tomado la decisión, nada más empezar la novela, de negar todo lo que ha sido hasta entonces, de recrearse para no verse hundido hasta lo más negro de sí mismo. Al mismo tiempo hace patente su negación de lo que él llama «el mundo», porque siente que es lo que a él, al auténtico Tunoye, le niega y le cierra toda oportunidad de ser él mismo, el Tunoye esencial. Pero incluso en esa declaración hay, creo, un propósito de inacción que, a mi modo de ver, entre todas las peripecias que atraviesa desde entonces, le persigue como un fantasma. No sé si mi estoy explicando con claridad, creo que no. La idea es que la pregunta «¿qué hacemos?», que tan importante ha sido, sobre todo en los momentos más angustiosos y difíciles de la historia, pero también en otros que parecían alumbrar la esperanza de mejores tiempos, parece hoy olvidada o, peor, negada, porque se afirma con rotundidad que no hay nada que hacer o que ello no es necesario.
Naturalmente ni Tunoye ni la novela tienen porqué darle respuesta, pero, no sé, me ha resultado sintomático que el retrato que muy bien ha hecho Cayetano del atormentado hombre actual la pase intencionadamente por alto.
Ahora, lector, no me devuelvas la pelota preguntándome «¿qué hacemos?», que yo no lo sé. Más que una crítica a la novela, que me parece magnífica, o un exhorto de Pepito Grillo, quisiera plantear (a Cayetano y a cuantos lean estas pobres líneas) una propuesta de posible indagación literaria, además de filosófica, claro está. Quizás sería interesante intentar escribir una verdadera novela de acción. Nada de tiros y llaves de taekwondo, desde luego. Más bien una obra centrada en el hacer fruto del pensar que, en medio de este laberinto en que vivimos, no digo que nos señale la salida, que seguramente no la haya, pero al menos nos arroje alguna luz sobre cómo ser mejores.
En fin, lector, no me hagas mucho caso. Ojalá mis pobres comentarios te sean de utilidad en tu aproximación a Las mujeres imposibles. Pero, sobre todo, apaga el ordenador y abre tu libro, que cuenta las más insólitas y peregrinas aventuras de ese caballero andante, Mario Tunoye, que en vez de desfazer entuertos los provoca y prefiere seducir hermosas damas antes que salvarlas. Es mucho más divertido e interesante que lo que yo te pueda contar.